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Una ama de casa en el aeropuerto de Stansted


Sankt Augustin, abril de 2007.

Este año mi esposo y yo queríamos visitar a su hermano y a su esposa en Cambridge durante las pascuas. Me hacía mucha ilusión verlos y conocer Inglaterra, pero también sabía que iba a ser un tanto fastidiosa la solicitud de la visa británica. Soy ciudadana peruana, estoy casada con un ciudadano alemán y vivimos en Alemania.
El trámite de la visa británica se realizó con “normalidad”. Formularios, citas para ganar tiempo, colas improvisadas, policías en la entrada, esperanzas de ser atendidos por algún funcionario amable, etc. todo fue como siempre. Luego de unas horas, me devolvieron mi pasaporte con la visa incluida.
Finalmente el gran día, nos íbamos a Inglaterra. Los controles migratorios antes del embarque fueron más exhaustivos de los que estaba acostumbrada, pero tengo reserva de paciencia. Por fin abordamos el avión y nos relajamos.
En poco más de una hora ya estábamos a punto de aterrizar en el aeropuerto Stansted de Londres. Ya recogida nuestra única maleta, nos separamos para pasar el control migratorio. Mi esposo fue a la fila de los “europeos” y yo, a la de los “no europeos”. Rellené mi formulario con los datos de rutina: nombres, ocupación, dirección, etc. y esperé mi turno. Una vez frente al mostrador del control, dejé mi pasaporte y mi formulario. La funcionaria me miró a los ojos y me preguntó si era la primera vez en suelo británico. Le dije que sí, y agregué que hablaba un poco inglés.
Enseguida noté que sus ojos iban abriéndose poco a poco para posarse pesadamente sobre mí, y comprendí que la Santa Inquisición había comenzado.
Mientras revisaba mi pasaporte, comprobaba mi formulario. Yo esperaba las preguntas de rutina: ¿por qué viene?, ¿tiene familiares aquí?, ¿en dónde se alojará?, ¿por cuánto tiempo…? y tal como lo esperaba sucedió, sólo que con algunas variantes.
La funcionaria me preguntó si trabajaba, y le respondí que no. Primero sus grandes ojos se clavaron desconfiados en los míos, y luego en el formulario. Al parecer le llamó profundamente la atención algo de lo que escribí ahí. Inmediatamente me preguntó por qué había escrito “student” en donde correspondía a “occupation”. Traté de explicarle algo que a veces me resulta difícil explicarme a mí misma, pues aunque no “trabajo”, realizo varias actividades y ejerzo varios roles simultáneamente en mi vida. Le expliqué que estaba escribiendo mi tesis para una universidad en España y que, en este sentido, era estudiante. Varios minutos más tarde recordé que también estaba aprendiendo alemán en Alemania, pero bueno, mi memoria no reaccionó tan pronto como me hubiera gustado.
Al instante, ensombreció su rostro una mirada inquisidora. Comprendí que mi respuesta era equivocada. Arqueó sus cejas y a continuación vino el sermón. “Señora, usted es ama de casa, usted está casada y debe estar con su marido, de ahora en adelante usted debe escribir “ama de casa”.”
Por supuesto yo me quedé de una sola pieza. Tantos siglos de lucha por los derechos de las mujeres sin sentido, si al final las amas de casa, sólo tienen derecho a ser eso, amas de casa y no pueden identificarse por las otras actividades que también realizan.
La miré con una mirada de perplejidad e incertidumbre y le dije que tal vez yo habría entendido mal lo que quería decir el formulario con “occupation”.
Yo no terminaba de reaccionar y ella seguía haciéndome más preguntas, esta vez sobre unos viajes que había hecho hacía 15 años atrás.
Finalmente parecía que iba a dejarme ir, sólo necesitaba cerciorarse de la fecha de retorno a Alemania. Como los billetes que compramos eran electrónicos no tenía ningún papel que mostrarle, salvo unos código que mi esposo anotó en su agenda.
A unos metros de nosotras, él estaba esperándome con nuestra maleta sin ocultar su cara de mal humor. Estábamos a punto de perder el autobús a Cambridge.
La funcionaria lo llamó y le pidió que le muestre alguna prueba de mi regreso a Alemania. Él le mostró la página de su agenda personal donde tenía apuntados estos códigos. Qué eterno me pareció todo eso. Ella iba anotando al reverso de mi formulario todo lo que pudo, mientras le explicaba a él, y no a mí, por qué el control tomaba su tiempo. Esto parecía un mal sueño al principio, pero cuando ella no podía recordar qué fecha era la de ese día, ni relacionar las siglas STN escritas en la agenda con el nombre del aeropuerto donde además trabajaba, Stansted, ya no sabía si llorar o reir.
Por fin me dejó ir. Tomé mi pasaporte con la mano izquierda, aquella donde se puede ver en qué dedo llevo el anillo de matrimonio y, casi cuando estuve a punto de respirar de alivio, la funcionaria nuevamente me clavó una de esas miradas inquisidoras, esta vez, sobre mi mano. Yo no quería saber qué era lo que vendría, pero a estas alturas del control, me resultaba claro que tenía dudas sobre nuestro enlace conyugal, ¿tal vez me iba a acusar de “fraude” por no llevar el anillo en el dedo apropiado?. Esto ya era demasiado. Por supuesto, seguí mi camino, dejamos rápidamente a la funcionaria y su laberinto atrás y pudimos tomar a tiempo nuestro autobús.
Más de uno a quien he contado esta anécdota se ha sorprendido de que exista este tipo de controles migratorios, y en todas las ocasiones he escuchado “¡Pero si estás casada con un alemán!” Parece que el matrimonio debiera salvarme de todo, de la pobreza, de mi origen tercermundista, de mis rasgos étnicos, de la desigualdad de derechos, de la discriminación, etc., pero por fortuna o desgracia, ya sabía que las cosas tienen más que ver con mi ciudadanía (o lo que se entiende por ciudadanía). Ni un estudiante, ni un reagrupado, ni un trabajador, ni un refugiado, ni un cónyuge, ni mucho menos las personas en situación administrativa irregular, tenemos los mismos derechos que un ciudadano de la Unión Europea. Sobre nosotros recaerá siempre la mirada suspicaz del controlador de turno.
Sólo algo no me esperaba, que sea una mujer, además afrobritánica, una hermana de luchas, la persona que en pleno siglo XXI, asumiendo el rol de guardián, me dé un discurso sobre la perfecta casada, y me recalque que me identifique de ahora en adelante como “ama de casa”. Bien podría haber escrito estudiante o abogada, ya que es mi profesión; sin embargo, Europa no tiene otras categorías para calificarme, soy una ama de casa, y sólo así se me han abierto “las puertas” del viejo mundo.


Gabriela Vilchez

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